lunes, 19 de diciembre de 2022

El concurso

EL CONCURSO

 

El piso está silencioso y el teléfono ha enmudecido. Toda la familia que yo tenía se reduce a un gato callejero al que le ha gustado el balcón de la terraza y a varias palomas enamoradas de su barandilla. Nada puede hacerme compañía. La radio no ha vuelto a sonar y la televisión no pienso encenderla nunca más. Los vecinos no se asoman y ni siquiera hablan a mis espaldas las pocas veces que abandono mi domicilio para hacer la compra o salir a dar un paseo. Supongo que unos me tomarán por tonto, otros por ingenuo y la mayoría me considerarán como poco el chico más desagradecido de la tierra. 

No es sencillo justificarme cuando yo mismo me desprecio, cuando la única persona en el mundo que daría la cara por mí descansa eternamente y cuando quien podría perdonarme y mostrar su comprensión incondicional no es capaz siquiera de reconocerme y se ha condenado a errar sin rumbo detrás de la locura, el alcohol y toda una camarilla que lo arrastra servil hasta el abismo. Sin embargo, sé que si no lo explico con palabras el silencio acabará devorándome, como al abuelo y como a mi mejor y único amigo, cuya razón, volátil como una pavesa ingrávida, está a punto de deshacerse para siempre. 


De mi abuelo heredé un corazón demasiado débil y una verdad que hasta hoy no había llegado a creer: encontrar un amigo es como buscar una aguja en un pajar. Hasta ahí cualquier persona experimentada, como el viejecito sentado sobre el poyete de piedra del jardín, podría haber terminado el aforismo, levantar el mentón y esbozar una sonrisa de sabiduría y comprensión universal. Pero mi abuelo era diferente y a la sentencia le faltaba su aportación peculiar. Si das con la aguja, concluía, lo más lógico es que acabes pinchándote y perdiéndola para siempre. Mi abuelo era una de esas personas que no esperaba nada de los seres humanos. Qué lástima que el día de su funeral no estuviera precisamente en condiciones de erguirse y comprobar por mismo lo equivocado que estaba. Todos se mostraron muy afectuosos con mi desamparo y tuvieron para mí palabras maravillosas. Se les llenaba la boca alabando las virtudes del difunto. Todo el mundo coincidía en aclamar su fama de articulista y sus dotes de agudo observador de la realidad. Por algo mi abuelo había sido un columnista  admirado por todo el pueblo. 

Sin embargo, tanta adulación y respeto por el pensamiento de mi abuelo no podían ocultar la sentencia que yo había escuchado tantas veces y que el mismo día en que nos abandonó para siempre me había vuelto a formular. La tarde de su funeral se me clavó en la garganta y no sirvió de nada aflojar el nudo de la corbata o beberme tres vasos de agua. Tenía una aguja clavada en mi garganta porque el abuelo no se había equivocado. En efecto, yo había tenido un amigo y lo había perdido para siempre. Había ocurrido dos semanas antes de que al pobre hombre lo encajonaran aquellos hombres de traje oscuro. 


Entonces el abuelo todavía me pedía que le contara qué daban en la tele, cómo iban los concursantes y qué preguntas no habían sido capaces de contestar. A mí no  me gustaba estudiar y mi abuelo tampoco lo veía necesario. Sabía que con la temporada me volverían a contratar en el restaurante y que podía manejarme sin apuros durante el resto del año. El abuelo, entre otras cosas, había sido guardavías y sabía que el tiempo corría igual para todos. Él había aprovechado el suyo y el paso de los trenes había  marcado su existencia. Mi trabajo en el restaurante marcaba los tiempos y los horarios y así había sido también para mis padres, cuando eran ellos los dueños del establecimiento, antes de que se marcharan avergonzados de haber arruinado el negocio y de haber abandonado al hijo que nunca desearon. Mi abuelo abrió su casa y yo puse en orden su cocina y tiré todo lo que había en la terraza. Hasta pinté la barandilla del balcón y coloqué varios  cedés para ahuyentar a las incontinentes palomas. 

Mucho antes de que se largaran mis padres y de que los nuevos dueños del restaurante se apiadaran de mí y me dejaran mantenerme en el negocio, le había hablado yo a mi abuelo de mi afición televisiva. 



No voy a negarlo: me apasionan los concursos de la tele. Me los he tragado de todos los formatos. Pruebas y preguntas, ruletas de la suerte, cifras y letras, lo sabe o no lo sabe… Delante de la televisión he visto hacer el panoli a tantísima gente que llegué a creerme que podía ser uno de ellos, ponerme en su piel, pasar un poquito de nervios y, por qué no, volverme a casa con unos miles de euros. Cuando se lo conté a mi colega Iván, mi único amigo, el hijo de los dueños del restaurante, solo dos años mayor que yo, creí que se reiría en mi cara. Su reacción me sorprendió enormemente: me miró fijamente y se llevó la mano al pecho, como si necesitara comprobar que su corazón seguía latiendo. Fue un instante y nunca me ha reconocido lo que vi con mis propios ojos, los mismos que, fuera de sus órbitas, contemplaron, una semana más tarde, que me habían seleccionado para  el casting de un concurso de la televisión autonómica. 

El programa era sencillo. Me hacían unas preguntas y el concursante con más puntuación elegía un evento cultural al que asistiría como espectador y al término del cual tenía que contestar a una última pregunta sobre el espectáculo que acababa de presenciar. Podía ir acompañado y el precio de los billetes de AVE –la asistencia al espectáculo exigía que fuera en la capital– y el alojamiento podían ser luego reembolsados en el momento de la entrega del sobre con la respuesta final. Yo había visto muchos programas y las preguntas no entrañaban ninguna dificultad. Además, ya tenía más que pensado el espectáculo al que asistiría con mi amigo. Iván era un fan incondicional de Queen y en aquellos días estaba en cartel un musical basado en la mítica banda de Freddy Mercury sobre la que mi amigo lo conocía prácticamente todo. 

Era una apuesta segura y yo me veía ya acariciando billetes y adelantando el dinero necesario para comprarme un cochazo, con el que llevaría a mi abuelo a la ciudad. Era un viaje con el que soñaba desde que en sus tiempos mozos una preciosidad despistada se había bajado en su estación y tuvo que quedarse en el pueblo toda la noche, pues hasta la mañana siguiente no venía otro tren a hacer su trayecto. La magia de aquellas horas no había perdido su aroma más de medio siglo después. 


    Con este concurso todos nos dejamos llevar por nuestras ensoñaciones. El abuelo me preguntaba todos los días por los concursantes, a los que superaría con toda seguridad. Mi amigo Iván, que leía en mis ojos la necesidad de aprobación, me tranquilizó y me animó a que intentara contactar con ellos. Empecé a llamar a todas horas y tuve suerte. Al segundo día una voz extranjera me comunicaba que iban a hacerme unas preguntas por teléfono la semana siguiente. Se lo dije a Iván y, algo desconcertado por lo rápido que estaba yendo todo, al final asintió y me dio unos golpecitos en la espalda. El abuelo estaba encantado. Pensaba que íbamos a conseguir una fortuna, nada menos que treinta mil euros. Yo no le dije nada. Me gustaba que se sintiera tan orgulloso de mí. 

        Las preguntas que me formularon a través de la línea telefónica, con aquella voz con acento del este y una sensación de que en cualquier momento se iba a colgar, no podían ser más fáciles. Contesté con tal seguridad que mi abuelo, que estaba a mi lado, sonreía, convencido de que el premio estaba cerca. Me extrañó lo que vino después de las preguntas. Por lo visto, no iba a ser necesario que acudiera al programa de televisión, pues me habían planteado más preguntas de las que correspondían a la previa del concurso y me había ganado directamente las dos entradas a la cita cultural madrileña que yo eligiera. No le consulté a Iván porque no quería dejar escapar esa oportunidad y, para cuando el teléfono volvía a descansar sobre la base en la mesita de la tele, ya teníamos una fecha para el musical. Tuve que repetirle más de seis veces que sí, que el sábado 24 de julio mi amigo Iván y yo asistiríamos al musical de Queen. Eso era, el 24, en efecto, los dos. Iván se llamaba, sí y estaría allí conmigo.


¿Por qué no sospeché nada? ¿Por qué ese acento extranjero no me alertó ni me hizo desconfiar? ¿A qué venía dar la dirección completa de mi amigo Iván, que se había arreglado una casa enorme a la entrada del pueblo, que era la envidia de todos? ¿Por qué ni se habían molestado en tomar mis datos para enviarnos toda la documentación para el papeleo del premio y de las cargas fiscales que este conllevaba? Veía a mi abuelo tan ilusionado y a mi amigo tan alegre por mí que cogimos los dos ese tren hasta la capital, disfrutamos como enanos de un espectáculo memorable y echamos una noche de copas y carcajadas, tarareando todo el repertorio del grupo británico. Mi amigo y yo nos habíamos hecho inseparables y aquella noche nos hicimos confidencias, al amparo de las luces de los bares, las sonrisas de las más calladitas y las piernas de las que venían más animadas.  

Al día siguiente, con la resaca peleando por sujetarnos a las camas y la luz del sol invadiendo la habitación de hotel, una llamada de teléfono, otra vez el aparato de teléfono, iba a pinchar el globo que nos estaba haciendo volar hasta el mismísimo cielo. El sobre abierto con la pregunta final descansaba aburrido sobre la mesilla de noche de nuestra habitación doble. Nunca llegamos a entregarlo. 


El día de nuestra visita a Madrid lo había aprovechado una banda organizada de rumanos para limpiar la casa de mi amigo Iván, para lo cual no necesitaron solicitar su dirección a ninguno de los vecinos. Por supuesto sabían lo que iban a encontrar allí y a quien no iban a ver el pelo durante veinticuatro horas. La estrategia les salió a la perfección y el primer incauto, que haría lo que fuera y se tragaría lo que le contaran con tal de participar en un programita de televisión, cayó sobre ellos como llovido del cielo. 

Les resultó todo muy sencillo. Ahora ya no lo tendrían tan fácil. El teléfono está desconectado y la televisión no he vuelto a encenderla, tampoco la radio. Y el amigo al que llegaron a través de mí anda por ahí, no tiene donde caerse muerto y sus padres lo dan por imposible. Mi abuelo y sus sueños duermen bajo tierra, pues el pobre viejo se llevó al otro mundo sus ilusiones y sus ansias de verme disfrutar del dinero. 

Solamente me dejó en herencia la casa en la que me oculto, junto al gato y las palomas, y aquella triste reflexión que no deja de atormentarme cuando reconozco que soy incapaz de rescatar al amigo que he dejado que se hunda para siempre en el pajar.

 

 


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